Señor,
al dejar de mirar a los míos,
dejé de ver;
encandilado por lo superficial
perdí la mirada de lo esencial;
mi vida se vació,
abandoné mi hogar,
comencé a habitar
los bordes de los caminos,
ciego y mendigo.
La soledad
me inundaba de recuerdos
que me ahogaban sin remedio;
con cada sonido,
que llegaba a mis oídos,
volvía el rostro;
abría grande los ojos,
para nada ver,
ya sin luz mi vida.
Muerte anticipada.
Ese día, Señor,
el murmullo de una multitud
que caminaba y te seguía,
hizo más lacerante y oscura
mi ceguera mendiga;
pero hizo que pensara
que, si yo la vista otra vez tuviera,
te seguiría
y a los míos, a mi hogar,
un día volvería,
y los vería.
Y grité: “Señor, ¡ten piedad de mí!”
Y grité más fuerte: “Señor, ¡ten piedad de mí!”
Señor, hoy puedo mirar
los ojos tristes, que antes rehuía,
los ojos cansados, que antes ignoraba,
los ojos distintos, que antes no comprendía,
los ojos de los míos que son mi vida.
Señor, hoy puedo mirar a los ojos,
¡mirar a los ojos!,
contemplar los rostros,
¡los rostros!,
de mi familia.
(… la “rosa sin porqué” recuperó la vista y la mirada al encontrarse con la gratuidad… con el Evangelio de hoy, San Marcos 10,46-52…)