¿Qué somos?

¿Qué somos?
¿Qué debemos ser?
¿Existe una conversión,
no fingida ni esporádica,
que nos regrese
a lo esencial?
¿De lo que somos
a lo que éramos?
¿De lo que somos
a lo que deberíamos ser?
¿De lo que deberíamos ser
al estado primigenio original,
sin añadiduras ni soldaduras?

Somos una mirada
que se encuentra a sí misma
en otros ojos,
manos en el aire
que se afirman y descasan
en otras manos.
El amor y el juego,
el adorno y las palabras
no son el fruto
de seres solitarios.
¡“Tú” y “yo” en la distancia justa
que nos distingue
y nos une originales!

Nos acostumbramos
al rostro y a la ausencia,
a los ademanes y a los pasos
de un pequeño grupo,
entrelazamos los brazos
en un círculo seguro,
creamos un “adentro” cálido
y un “afuera” al descampado
y nos atrevemos a decir
“nosotros”.

El “nosotros” necesario,
de la misma sangre,
del mismo credo,
del mismo vino,
de los mismos cantos,
nos encierra sutil
en su cáscara estéril.
¡Tiene que abrirse
a Innombrable!
El aroma de los cedros,
la línea del horizonte,
la claridad del mediodía
y el soñar humano,
no vuelven su rostro
ni revelan todo su secreto
cuando alguien les llama:
“mío”, “tuyo”, “nuestro”.
¡Su nombre es “todos”!

Cada uno siendo
lo que es y debe ser,
unidos, no amalgamados,
unidos, no diluidos,
unidos, no masificados,
unidos sin confusión,
en tu amor, Señor.

(… la “rosa sin porqué” no se confunde con las otras flores, pero no se separa de ellas, la gratuidad las reúne en un único jardín de creación… con el Evangelio de hoy, San Lucas 13,1-9…)