¡Pequeño mío, ven!

¡Pequeño mío, ven!,
y si no te acercas,
no quieres o no puedes,
Yo me inclinaré hasta ti.

Mi niño, si te extravías,
Yo saldré a buscarte,
y no descansaré
hasta encontrarte.

Gustavo, ¿qué tienes
que no hayas recibido?,

¿qué sueñas, amas y realizas
que no lo haya soñado Yo por ti?

Señor, yo cuento para Ti,
y al final de la jornada
Tú me cuentas.
Me llamas por mi nombre.
No soy un número
exacto y manejable.
Soy misterio Tuyo y mío.

Señor, mira mi brevedad
con tus Ojos puros
que ven en la tiniebla.
No sé qué extravío
se mueve por mi hondura.
Estoy ausente, dividido,
no sé en qué ni en dónde,
tal vez cerca de fauces,
de lobos o de abismos.

Señor, al final de la jornada,
universal y larga,
no te sientes al calor
de los santos de tu Causa,
que arden en tu Casa.
¡Sal a buscarme y hállame
para que yo pueda encontrarme!

Señor, ¡dime dónde estoy
si sueños ajenos
me encantaron,
o fantasmas propios
me perdieron!

Señor, y ya de regreso
en tus hombros de Pastor bueno,
pueda encontrarme con los míos,
y con las miradas abrazados,
disfrutemos del Hogar de tus desvelos.

“… Jesús dijo a sus discípulos:
‘¿qué les parece?, si un hombre tiene cien ovejas,
y una de ellas se pierde,
¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña,
para ir a buscar la que se extravió?’…” (Mateo 18,12)

(… la “rosa sin porque” disfruta y celebra la bondad innegociable de la gratuidad… con el Evangelio de hoy, San Mateo 18,12-14…)