Ser todo de Dios no es aburrido

El hombre vive, muchas veces, con la sospecha de que estar con Dios es aburrido, sospecha que el amor de Dios y a Dios crea una dependencia y que necesita urgentemente desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo.

El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida y quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas.

El hombre de hoy y de siempre no quiere contar con el amor que no le parece fiable: quiere contar únicamente con el conocimiento, porque este le confiere poder.

Más que el amor, se busca el poder, con el que se quiere dirigir de modo autónomo la vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.

Sin embargo el amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir.

La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades. La libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros.

Vivimos como debemos si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios.

Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.

Además brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos.

Sospechamos que la libertad de decir no a la verdad y al bien, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por uno mismo, forma parte del verdadero hecho de ser hombres. Pensamos que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos. Creemos que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos.

En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.

Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece.

Debemos aprender que el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad.

Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad.

El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con Él se hace grande.

El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y buena.

Cuanto más cerca está el hombre de Dios tanto más cerca está de los hombres.

Lo vemos en María. Ella es toda de Dios.

El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres.

Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, podemos osar dirigirnos en la debilidad y en el pecado.

En ella Dios graba su propia Imagen, la Imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.

Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó.

María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza.

Se dirige a nosotros, diciendo: «Tengan el valor de apostar por Dios. Prueben. No tengan miedo de Él. Tengan el valor de arriesgar con la fe. Tengan el valor de arriesgar con la bondad. Tengan el valor de arriesgar con el corazón puro. Arriesguen con Dios; verán que así la vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás».

¡Ave María Purísima!