No me digas que me amas, ¡ámame!

… “no me digas que me amas, ¡ámame!”… no tiene el agua que demostrar que moja, no tiene el fuego que probar que quema… cuando se piden demostraciones como signos para convalidar acciones, palabras y sentimientos, es que existe la sospecha que no son tan reales o veraces como parecen… nunca se esconde la luz, nunca se esconde el amor… cada vez más se manifiesta, y tú aguardas la hora que aún no llega pero deseas y esperas… ¿por qué esta tensión del “ya” pero “todavía no”?, ¿cómo vivir con la certeza de esa presencia a veces ausente?… ¿por qué tardas tanto, luz esquiva, amor escurridizo, en estas jornadas de desconcierto y soledad?, ¿qué misterio escondes y te afirmas en guardarlo, sin más?… sin embargo, percibes el susurro de lo que adviene y no alcanzas a percatarte por entero… quisieras labrar en aquellos senderos un regalo imperecedero que dejara su sello, imposible de olvidar… ¡un sello imperecedero!… ¿qué es eso?, ¿qué sello, qué signo que no acabas de soñar?… es la hora de la espera, que no conviene a los profanadores de turno… ve por la vida sin apresuramientos, el Señor ya llega, no te hará esperar demasiado… la #rosasinporqué no necesita demostrar su hermosura, la gratuidad la hace sencilla y transparente… ¿necesitas demostrar que amas a los tuyos?, ¿te piden pruebas, signos, de tu amor?… (con el Evangelio de hoy, San Marcos 8, 11-13)…