Llegas,
Desconocido tan esperado,
a las orillas de mi corazón,
para adentrarte en él humanizándote,
y desembarcas desarmado,
descalzo,
en mis sentidos embotados.
Imprevistamente llegas,
Esperado tan deseado,
pobre
indefenso,
impotente,
frágil,
débil,
recién nacido.
En mis pliegues,
te despliegas,
todo entero,
sin reservas.
Y yo que te esperaba contundente,
para que vencieras mi arrogancia;
te esperaba luminoso,
para que iluminaras mis tinieblas;
te esperaba todopoderoso,
para que derribaras mi soberbia;
te espera rico y abundoso,
para que saciaras mi indigencia.
En mis pliegues,
te despliegas,
todo entero,
sin reservas.
No importa la raza,
ni el color de la piel;
si somos del Sur o del Norte,
del Este o del Oste;
no importa la estatura,
ni el coeficiente intelectual;
no importa hablar cinco idiomas,
pertenecer al pueblo elegido,
estar en la diáspora o ser extranjero.
Solo importa que,
en nuestros corazones,
en nuestros pliegues,
Tú te despliegas,
todo entero,
sin reservas.
“… muchos vendrán de Oriente y de Occidente,
y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob,
en el Reino de los Cielos…” (Mateo 8,11)
(… la “rosa sin porqué” queda abierta a las imprevistas visitas esperadas de la gratuidad… con el Evangelio de hoy, San Mateo 8,5-11…)