Tú, Señor

Tú, Señor,
¿visitarme a mí?,
¿viniste a mi casa
y no te recibí?,
¿por qué puerta o ventana?
¿Qué encuentro me perdí?

A veces es el cuerpo,
siempre alerta,
mientras duerme el alma,
el que recibe primero
tu llegada impredecible
en medio de la noche.

Has entrado sin ruido
en mi casa cerrada,
has distendido mis nudos
y has abierto el último balcón
de mis pulmones a tu brisa.
Te levedad de aurora
se ha encarnado por sorpresa.

Entonces mi espíritu despierta
y se da cuenta que has llegado.
Me dejaste tu Presencia
encaminando tu visita
por mis huesos y memorias,
y ya te has ido en silencio
dejando mi ventana abierta
a todo el sol de la mañana.

“¡Lloro por ti, Jerusalén,
porque no has sabido
reconocer el tiempo
en que fuiste visitada por Dios!”

“Señor,
¡que tus lágrimas curen
mi dureza y ceguera!”

(… la “rosa sin porqué” reconoce las visitas de la gratuidad en cada amigo que hospeda… con el Evangelio de hoy, San Lucas 19,41-44…)